Artículo de D. José Rodríguez Carballo en el nº 1.410 de la revista diocesana “Iglesia en camino” titulado “Caminando juntos” y que reproducimos a continuación:
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Queridos hermanos: ¡El Señor os dé la paz!
En estos días de confirmaciones, y dadas ciertas situaciones que no dudo en definir “sectarias” a las que estamos asistiendo, he pensado mucho en el don de la unidad, en el don de la comunión, fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia (cf. Hch 2, 1ss). Y he repasado la encíclica Fratelli tutti en la que el Papa Francisco insiste constantemente en el “juntos”: caminar juntos, elaborar proyectos juntos, soñar juntos, trabajar juntos. De este doble contexto nace esta reflexión sobre la koinonía o comunión.
En la revelación cristiana, la comunión es ante todo una realidad teologal. En su ser, Dios es comunión. La vida trinitaria está hecha de comunión, porque está alimentada por la escucha, el compartir y la donación recíproca entre las personas divinas. Y porque la comunión es constitutiva de la vida trinitaria lo es también de la Iglesia. La Iglesia no se puede reducir a simple administración. Dejaría de ser la Iglesia de Jesucristo. Su gran misión es plasmar en la historia su rostro de comunión con Dios Trinidad y con los hombres y mujeres a los que Dios ama.
En este sentido, la Iglesia está llamada a ser lugar en el que se superen todas las barreras creadas muchas veces por ideologías que, sean del signo que sean, mutilan el corazón del Evangelio (Papa Francisco); lugar en el que se superen todas las discriminaciones culturales y sociales, políticas y étnicas. La Iglesia, también nuestra Iglesia particular de Mérida-Badajoz, está llamada a ser diversidad reconciliada, hasta el punto de ser, no solo reflejo de la dinámica trinitaria, sino también icono de la humanidad reconciliada, imagen del cosmos redimido, profecía del Reino.
La comunión no es una simple cuestión táctica, ni de mayor eficiencia o para contar más en la sociedad; no nace de la necesidad de cerrar filas ante los ataques que sufre; tampoco es un cálculo empresarial, sino una cuestión teológica. Si es verdad que la Iglesia es “un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, como dice el Concilio; si es verdad que invocamos al Espíritu para que todos seamos “un solo cuerpo y un solo Espíritu”, como imploramos en la Eucaristía; si es verdad que la Iglesia es “estribación de la comunión divina”, como dice Romano Guardini; si es verdad que la Iglesia es icono de la Trinidad, como afirman muchos teólogos hoy; si la Trinidad es la fuente, la imagen ejemplar y la meta última de la Iglesia; si es verdad todo esto, es necesario concluir que la comunión de las personas en la Iglesia entra en su constitutivo esencial.
En este sentido, la comunión en la Iglesia es un don de Dios que hay que implorar constantemente y a la vez trabajarla. La comunión se acoge y se construye a la vez, se acoge como gracia, obedeciendo todos al Evangelio. En esta tarea de construir la comunión no basta el “otro”, es necesario el “Tercero” y su trascendencia. La comunión no se programa, ni se alcanza como estrategia de política eclesiástica. Y mientras la imploramos y mantenemos los ojos fijos en el Dios Trinidad, en el Dios familia, la comunión nos exige vivir la espiritualidad de la expropiación de toda clase de protagonismo, del “sin nada propio”, y como el mendigo, convertirnos en mendicantes de sentido y en buscadores de la verdad a la luz del único que es la Verdad. Sin olvidar nunca que la forma y el fundamento de la verdadera comunión cristiana es la cruz como misterio y pasión de amor.
Queridos hermanos/as: supliquemos al Señor el don de la comunión y trabajemos por ella, dejando de lado la afirmación de la autosuficiencia: Yo no tengo necesidad de ti (cf. 1Cor 12, 21). Dejemos de lado el don del protagonismo. Asumamos la escucha, el diálogo y la humildad para construir comunión, de la que Pedro, en este caso el Papa Francisco, es su principio visible y el obispo es principio y fundamento de la misma.
Seamos servidores de la comunión, caminemos de la mano de los otros, pasemos del individualismo a la fraternidad solidaria, del monólogo al silencio activo (escucha) y al diálogo de igual a igual, de la confrontación al respeto y a la cooperación concreta. Iniciemos un éxodo que nos lleve a crecer en una mentalidad cristocéntrica, según la cual Cristo es la Cabeza; en una mentalidad comunitaria, que destierre el individualismo; en una mentalidad misionera, abierta a todos; en una mentalidad de servicio, sin pretensiones de dominio; en una mentalidad de diálogo, que respete la pluralidad; en una mentalidad apostólica, que despierte el entusiasmo por el Evangelio y trasmita la alegría de la Buena Noticia; en una mentalidad de cooperación; en una mentalidad sacerdotal de Pueblo de Dios. Esta nueva mentalidad, fruto de la conversión personal y comunitaria, nos llevará a una conversión pastoral de la cual está necesitada la Iglesia y nuestra Archidiócesis.
Vuestro hermano y pastor
Fr. José Rodríguez Carballo, ofm
Arzobispo coadjutor de Mérida-Badajoz