El Viernes Santo recordamos la Pasión del Señor y adoramos su Cruz.
La Iglesia, meditando sobre la Pasión de su Señor y Esposo y adorando la Cruz, conmemora su propio nacimiento y su misión de extender a toda la humanidad sus fecundos efectos, que hoy celebra, dando gracias por tan inefable don, e intercede por la salvación de todo el mundo (CO, 312).
Siguiendo una antiquísima tradición, no se celebra la Eucaristía. Cristo crucificado es el centro de la liturgia de hoy.
La celebración de la Pasión del Señor se desarrolla con la liturgia de la Palabra, la adoración de la Cruz y la sagrada Comunión. Antes de la adoración de la Cruz, la oración universal, que expresa el valor universal de la Pasión de Cristo, clavado en la Cruz para la salvación de todo el mundo.
Tampoco se celebra este día ningún otro sacramento, a excepción de la penitencia y de la unción de los enfermos.
El Viernes de la Pasión del Señor es un día de penitencia obligatorio para toda la Iglesia por medio de la abstinencia y el ayuno.
Homilía Mons. José Rodríguez Carballo
Viernes Santo 2025 – Catedral metropolitana de Badajoz
Queridos hermanos y hermanas: ¡El Señor os dé la paz!
Hoy más que nunca sobran las palabras. Lo mejor, ante el relato de la Pasión del Señor, es el silencio orante, contemplativo y agradecido. Pero permitidme que diga algunas palabras para ayudarnos a comprender mejor la Pasión del Señor.
Jesús murió justo cuando los corderos eran sacrificados en el templo para la pascua judía. Una coincidencia no secundaria: Jesús es el verdadero cordero que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). La muerte de Jesús tampoco fue casual sino la consecuencia de su vida: Vivió amando, murió por amor. No celebramos un destino fatal, ni un designio cruel, sino un entrañable designio de amor. Dicen que se muere como se vive y que el sentido de la muerte es el sentido que le hemos dado a la vida. En Jesús, su vivir para y por los demás se tradujo en un morir para y por los demás. La contemplación de la cruz de Jesús ha de llevarnos a contemplar hasta dónde ha llegado el amor de Dios por nosotros: No hay mayor amor que dar la vida por aquellos a los que uno ama (cf. Jn 15, 13).
Escribe san Antonio de Padua: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo… Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad… y tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Sí. Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros. De este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios.
La muerte de Jesús, fruto de la crueldad humana, nos lleva a contemplar también a los crucificados de hoy: víctimas de la desigualdad, de la injusticia, de la violencia, del egoísmo de la gente, de la guerra… en definitiva, víctimas del pecado del hombre. No podemos mirar la cruz de Cristo dando la espalda a la cruz de los demás.
Jesús necesitó un cireneo para ayudarle a llevar la cruz (cf. Lc 23, 26), hoy él se hace nuestro cireneo. Debajo de cada cruz está siempre Jesús que lleva la parte más pesada de esa cruz. Por otra parte, el Cireneo nos recuerda los rostros de tantas personas que nos han acompañado cuando una cruz muy pesada se ha abatido sobre nosotros o sobre los nuestros. Es mucho el odio que hay en el mundo, pero es mucho más el amor derrochado. Lo vemos a diario en los gestos de solidaridad, en las horas junto a la cama de un enfermo, en padres que se desviven por sus hijos, en quienes ayudan a los demás, sin nada esperar a cambio. Lo vemos en aquellos que hoy, como ayer, generan fraternidad. La cruz de Jesús nos recuerda que nadie que sufre está realmente solo. Jesús “com-pacede” con nosotros. El crucificado estrecha fuertemente nuestra mano, sana nuestras heridas y abre en nuestras vidas un horizonte de esperanza. La cruz es fuente de esperanza. La cruz de Cristo nos enseña a dejarnos ayudar con humildad, si lo necesitamos, y también a ser cireneos para los demás.
Contemplando la Pasión de Jesús oímos en nuestro corazón: “Buscad mi rostro” (Sal 26, 8) y Santa Teresa nos recomienda: “No os pido más que le miréis” (Camino de perfección, 26, 3). En el rostro del Crucificado se manifiesta el rostro de Dios, el rostro doliente del Señor, el rostro “paciente”, el “varón de dolores”, humillado y rachado por el pueblo (cf. Is 53, 3-10). En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor.
Queridos hermanos y hermanas: hemos sido amados seguimos siendo amados sin medida. Esta tarde os invito, sencillamente, a agradecer tanto amor y a abrazarnos al leño de la cruz, para dejarnos ayudar por Cristo en nuestras cruces y dejar que sus hedidas nos sanen, para ayudar a Cristo a llevar las cruces de nuestros hermanos.
En el corazón de María al pie de la cruz ponemos nuestras cruces, ponemos la vida de los cristianos que sufren persecución, y encomendamos a quienes se avergüenzan de la cruz y de su condición de cristianos. Fiat, fiat, amén, amén.